sábado, octubre 02, 2010

El niño y el mango.


Las calles estaban desiertas, yo caminaba dando patadas a todas aquellas balas que quedaron perdidas, ellas jamás podrán llegar a su destino, ya no tenían oportunidad de cumplir su función. Así que al patearlas, al jugar con ellas, sentía que les daba un empujón en su no-vida.

Desde pequeño salía con mi padre a caminar por las calles minadas de cualquier resto de juegos de guerra de media noche, ahora ya soy grande, tengo trece años, y papá ya no está en casa. Mamá me dice que se fue de vacaciones, pero yo la veo llorando en las noches, abrazada a ese portarretratos que siempre ha estado en la cómoda del cuarto de mis padres. Sé que papá no está de vacaciones, pero muy en el fondo, a pesar de toda la curiosidad que me da, creo que prefiero no saber que paso con él. Así que en su honor, cada noche que escucho confrontaciones tarde en la noche, justo antes del alba salgo a recolectar tesoros y a jugar con los restos de cosas que no tienen utilidad alguna.

Cuando sea grande cobraré por hacer esto, como esos señores que veo siempre en las mañanas barriendo las calles.
Hay algo que siempre me ha extrañado de esos señores, y es que: aunque siempre están alegres silbando y moviendo las piernas al ritmo de alguna canción que se escuche en la radio actual, nunca los veo fijándose en lo que barren, lo hacen sin prestar la menor atención. Pero cuando yo sea grande y trabaje barriendo tesoros, tendré dos bolsas, la de los tesoros que puedo compartir, y los que me quedaré. Es decir, haré lo mismo que hago ahora, solo que cobrando por ello. No puedo imaginar un mejor trabajo que ese. Siempre que le comento acerca de ese sueño a mi amigo Claudio me dice que estoy loco, que cuando sea grande, el quiere ser domador de leones “¡Ese si es un trabajo de verdad!” -suele decir-.

El juego de esta última noche parece haber sido más fuerte, hay muchos más desperdicios en las calles. Esta noche el recorrido tendrá que ser un poco más largo de lo habitual y tendré que encontrar la manera de escabullirme a mi cuarto sin que mi madre me vea. Recuerdo que papá siempre andaba con un corre-corre cuando veía que estaba por amanecer, no quería que mamá supiera que sus paseos nocturnos me incluían a mí.

En fin, esta noche la travesía tendría que alargarse. Doblé en tantas aceras que al final ya no estaba muy seguro de cómo regresar, tampoco me importaba. Quería seguir mi camino y tendría que añadir esta ruta a mis paseos habituales. Aquí había pocas balas usadas, la mayoría aun tenían posibilidad de cumplir su funcion de vida, habían muchísimas y se amontonaban pegadas a las paredes.

Encontré un nuevo tesoro, era la cosa más curiosa que había encontrado jamás -después de aquel artefacto que mi papá dijo que se llamaba gatillo, lo encontramos una vez tirado en el piso, el dijo que pertenecía a una pistola, pero yo no vi la pistola por ningún lado (para mí que papá a veces inventaba algunas cosas para sorprenderne)-. Esto tenía algo así como la forma de un mango muy irregular. Un mango con un arito de llavero... pero no parecía ser un llavero.

Tomé mi nuevo tesoro, lo metí en el morral junto con el resto de mis cosas y empecé el camino de vuelta a casa. Me tomó mucho tiempo encontrar el camino correcto, pero cuando llegué a la rambla ya sabía a dónde tenía que ir.

Cuando llegué a mi casa ya debían ser eso de las 7 de la mañana, entre por la ventana de mi cuarto. Mamá ya se había despertado y el olor a café y pan tostado inundaba la casa como todas las mañanas.

Ella siempre preparaba café a pesar de que sabía que yo prefería el té y a pesar de que a ella no le gustaba. Pero siempre hacia café y mientras lo servía en mi taza empezaba a hablar de mi padre. Papá era adicto al café, siempre le gusto muchísimo tomarlo en el desayuno y dos tazas después de cada comida. Así que asumo que estos dos últimos años en los que mi mamá ha estado preparando café aunque él esté de vacaciones, es algo así como que en ‘su honor’.

Antes de salir de mi habitación decidí guardar en su debido lugar los nuevos tesoros. Dejé el que tenía forma de mango para el último. Cuando agarré el aro de llavero, me percaté de que salía fácilmente, así que lo saqué para poder ver mejor mi tesoro. Resultó no ser un mango.


El estruendo provocó que todos los pájaros posados en árboles cercanos a la casa salieran volando despavoridos en todas direcciones.
Y en los restos de la casa, lo primero que se veía, era el mango de Armando.



Victoria B.


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