Paso todo el día pensando en escribirte. Escúchame bien, TODO
el día. Pienso en llamarte, en tu voz, en qué me dirías si… en qué te diría si.
Te conectas, te desconectas, te tengo al teléfono. Perenne. Quiero saber de tu vida,
quiero saber lo que haces y lo que dejas de hacer, tus ilusiones y tus
preocupaciones. Recuerdo como en algún momento las conocí, entonces ahora me
pongo a imaginarlas en base a esas del ayer, para ver si quizás, es esto o aquello lo que puede estar rondando por
tu mente. Pienso en escribirte nuevamente. Abro una nota en el teléfono y te
escribo, escribo toda la conversación, sólo para mí, pero contigo, siempre contigo. A veces me siento menos sola, otras me
siento tan patética que voy directo a comerme algo dulce para ser feliz, para llenar este vacío con comida. Ocurre
algo en mi vida, quiero que lo sepas, no lo vas a saber. Quiero celebrarlo
contigo, quiero que me consueles; no va a pasar. No me provoca contarle mis
victorias ni mis derrotas a más nadie, hoy quiero contarte a ti y sólo a ti. Me pregunto si
a ti te pasa lo mismo, conozco la respuesta, pero prefiero no pensarla y seguir
creyendo, engañándome, con que existe la posibilidad de que así sea. Pienso en escribirte. Me hablan de ti, me
preguntan por ti, escucho como te comentan mis amistades y como hablan de lo que les
dijiste. Ellos no aprecian en lo más mínimo una conversación contigo, para ellos es como
cualquier otra, ¿Por qué yo no puedo tenerla? Hablan como si las palabras que tu pronuncias fueran tan intrascendentes como las de cualquier otro mortal. Me parece un acto de egoísmo. Egoísmo de que
todo el mundo pueda disfrutar de tu temática menos yo. Así es la vida, injusta.
Quien más quiere algo, nunca lo tiene, se lo da a quien no lo va a apreciar. Pienso
de nuevo en escribirte. Escribo tu nombre para verlo en la pantalla, me duele, lo
borro, te odio. Te odio inconmesurablemete. Me duermo. Me despierto al día siguiente y la historia se
repite, pero con otro nombre. Con otro hombre.
Victoria B.