I
Hay pocas cosas tan tristes como escribir de las desdichas como escritor. Pero es lo que nos queda a algunos de nosotros. Algunos logramos recrear mundos en los cuales nos dibujamos, somos escritores de calidad, aclamados por ese selecto grupillo de personas cultas a las que siempre habíamos querido llegar; no al público al que solemos atraer: muchachitas púberes que se mojan con la primera imagen de un besito que les describes.
Hay pocas cosas tan tristes como escribir de las desdichas como escritor. Pero es lo que nos queda a algunos de nosotros. Algunos logramos recrear mundos en los cuales nos dibujamos, somos escritores de calidad, aclamados por ese selecto grupillo de personas cultas a las que siempre habíamos querido llegar; no al público al que solemos atraer: muchachitas púberes que se mojan con la primera imagen de un besito que les describes.
No, jamás podré decir que soy escritor de relatos repletos
de pasión y deseo. Pero siempre me ha gustado la escritura con algunas
situaciones autobiográficas. Y aunque mi vida no esté llena de mujeres y sexo,
si he tenido -como cualquiera de nosotros- mis amores y mis aventuras de una
noche.
Recuerdo la última vez que repartí un cuento mío. Fue
publicado en el peor lugar, una revista de amas de casa… y he llegado a la
conclusión de que o esas amas de casa no han gozado de verdad una puta noche en
su vida, o era viejas noventonas amargadas por el celibato.
La cantidad de cartas con quejas y comentarios indignados
que recibí durante todo el siguiente mes fue algo abrumador. Llegó un momento
en que dejé de abrir mi correo y le pedí al cartero no me entregara ningún
sobre que no contuviera deudas o estados de cuenta.
Poco después, entre whiskies, un compañero de oficio me hizo
notar una cosa: Si mi escrito no había sido publicado en ningún otro lugar que
en una revista para mujeres frustradas, es que no valía nada. No sé si lo ha
dicho por la rivalidad existente entre escritores o fue un acto de amiguismo
promovido por el alcohol, pero me ha recomendado revisar mi técnica.
II
Yo recuerdo aquella época de oro, en la que tenía toda una
página al mes para mí solo y mis personajes de fantasía. Recuerdo que para ese
entonces llevaba además una columna semanal en el diario estadal, también lo
bien que me sentía con cada entrega de esos relatos que se iban complementando
semana tras semana… “La miseria de los sabios” se llamaba. En ella llevé a cabo
lo que supuse debía ser la triste vida de aquellos con un cerebro más ágil que
el del común. De todas aquellas personas que debían convivir con seres
inferiores a ellos.
Por aquellos días soñaba que yo era uno de ellos. Contaba
mis historias con ínfulas de sabio, e introducía vivencias propias en mis
relatos. Por aquellos días cada entrega resultaba con un éxito rotundo y poco a
poco fui creándome lo que yo creía que era, un puesto; lo que yo creía era un
círculo de lectores asiduos.
Pero el mundo de la narrativa es sucio. Al par de años, la
revista mensual cayó en la quiebra y no tomó mucho tiempo en que el periódico
pensara que tener a un escritor de una revista quebrada, podía ser tanto como
de mal agüero y darle mala reputación al vespertino. Lo mismo pensaban todas las revistas a las que acudí.
Nunca quise decirlo a viva voz, solo por no quedar de
engreído (como si alguna vez me hubiese importado. Creo que fue más un acto de
cobardía), pero si esa pacotilla de diario iba a ganarse mala reputación, por mis
columnas no sería. Me pareció entonces de poca educación y caballerosidad
recalcar la subjetividad a la hora de narrar las noticias y el mal caché que se
traían con los horóscopos escritos por Madame Sasú.
Fue entonces cuando tuve que empezar a hacer publicaciones
varias por aquí y por allá. Revistas y periódicos compraban mis cuentos para
llenar aquellos espacios de última hora. Trabajaba a por palabras. 20€
cada dos mil palabras. Y fue entonces cuando me convertí en el escritor de a
sueldo que soy hoy.
Escribir día y noche se fue convirtiendo más en una
obligación que en una pasión. Ya no ponía el corazón en mis historias. Jamás
tenía tiempo de tomarle cariño a mis personajes y mis dedos escupían palabras
como si limpiar pocetas se tratase: con asco y por obligación. Solamente lo
hacía para pagar el alquiler cada mes y poner comida en mi plato.
Llegó incluso un momento en el que pensé retirarme, soltar
la pluma y dedicarme a vender estampillas durante el resto de mi vida. Supuse
de me daría más o menos la misma satisfacción que lo que en esos días de infierno me
daba escribir.
III
Fue así, hasta que una noche me topé con los ojos color miel más
hermosos que había visto. Portaban una mirada inocente y una sonrisa picarona.
Era la nueva mesera del bar de la esquina. No era asiduo a los bares, hasta esa
noche de otoño. De ahí en adelante empecé a ir cada vez más seguido,
interdiario de ser posible.
Una noche escribía y otra le veía. Empecé a escribir de
ella, y no tardé mucho en escribir para ella. Ella nunca supo quién era yo,
aunque supongo siempre sintió mi mirada clavada en su figura desde la esquina más alejada de la barra.
Siempre con mi block de notas y el bolígrafo en mano, anotando montones de
ideas, ideas que parecían brotar de aquellos ojos color miel. Durante meses
pensé en ella, la pensaba y la había bautizado con un nombre de mi propia creación.
Para mí ella tenía rasgos de Joan, entonces Joan era su nombre. Tanto en mi
mente como en mis relatos.
Mis historias eran cada vez más tontas. Supongo es lo que
nos hace estar obsesionados, nos volvemos repetitivos y soñadores. El cinismo
se esfuma de nuestras mentes sin pedir permiso al portador. Seguía escribiendo
a por palabras, seguía siendo escritor de relleno. Pero ya no me importaba,
creaba mundos que me gustaban, mundos míos, mundos de ella. Mundos para los
dos. Me había sumergido en mi ficción. En un universo paralelo donde ella no
era mesera y yo no era un pobre escritor sin renombre. Era un mundo en dónde el
qué hacíamos y porqué lo hacíamos era irrelevante, lo importante era que
siempre íbamos de la mano.
Recuerdo aquel par de años, aún puedo leer mis anotaciones
regadas por entre los cuadernos y recuerdo como me sentía levitando entre las
nubes de solo imaginar que ella era mía en algún mundo. Aunque no fuera el
nuestro. Imaginar mis manos acariciando su cuerpo y sus ojos color miel
clavados en los míos azabache. Imaginar su voz susurrándome al oído todas esas
palabras de amor que había leído en los poemas de Benedetti.
Me acostumbré a dejar sobre la barra alguna de esas revistas
con mis artículos que hablaban de ella. Sólo para que los leyese. La veía a lo
lejos y siempre los leía después de su turno, con una sonrisa nostálgica en la
cara. Fue cuando empecé a hacer esto que lo entendí todo. Ella estaba rota. Estaba
rota de amor. Su corazón había sido destrozado, hecho trizas sin el menor
pudor. Es por eso que mis historias melosas entre dos amantes le gustaban,
porque ella también se sentía levitando en un mundo paralelo, imaginando que la
chica de mis relatos era ella. Lo que no sabía, es que sí lo era.
IV
Una noche de primavera, a los dos años y siete meses de
haberla visto por primera vez, fui al bar y ella no estaba. Lo dejé pasar y
pensé quizás era como aquél invierno, cuando tampoco apareció y después me
entere se había ido de vacaciones a visitar a su familia. No apareció tampoco durante
las próximas dos semanas. Yo dejé de ir al bar tan asiduamente. También deje de
escribir, ya mi musa no estaba y había olvidado que el mundo existía algo más;
y es que yo ya no pertenecía a este mundo, pertenecía al que yo había creado. Al nuestro.
En cuestión de un mes volví, ella aún no estaba allí. Le pregunté
al encargado por Joan. Él no supo de quién le hablaba. Tuve que describir a la
mujer con esencia de ángel que solía atender en esa barra, entonces el
encargado supo de quién le hablaba. “¡Agatha!” exclamó… así se llamaba, ese era
su verdadero nombre. Me explicó entonces que había desaparecido abruptamente,
que no sabía más nada de ella y no la había vuelto a ver. No había vuelto si
quiera a cobrar sus utilidades. Tampoco había escrito. Es como si se hubiera
desvanecido. Se había marchado con la misma facilidad con la que había llegado: De un día a otro y sin previo aviso.
Esa noche al llegar a casa, me encontré frente al portal dos
cerros de revistas. Todas las revistas que yo había dejado en el bar para que
Joan…Agatha leyera. Había encima una nota escrita con una hermosa letra molde “Es
una historia que nunca empezó, por tanto nunca terminará. Viviremos por siempre
de la mano, al menos mientras de mí escribas.”
De eso hace ya cinco años. Pasé otros seis meses escribiendo
de ella, pero nunca volvió a ser lo mismo, nunca pude volver a sentirme parte
de la historia. La necesitaba a ella, necesitaba verla para así sentirme
sumergido en esa droga de placer visual. Dejé de escribirle cuando dejaron de
llegar revistas con mis escritos a mi portal. Entendí que había perdido mi
esencia, entendí que ella tampoco se sentía ya parte de esto. Entendí que había cortado por dejar de leerme.
La magia se había perdido, la magia se perdió cuando sus
ojos color miel dejaron de iluminar mi sendero. Y yo me había convertido en un fracaso de escritor, eso lo sabía. Las narraciones que había sido capaz de regalar al mundo en el pasado, eran eso: pasado. Historia. Y parecían ser las historias de otra persona y no las propias. Jamás volví a retomar mi técnica. tampoco volvieron a querer publicarme en ningún periódico ni revista. Ya nadie quería leer los intentos fallidos de un hombre que había fracasado en lo único que había sabido hacer en la vida: Escribir.
Desde entonces, hasta el día de hoy; no había escrito nada. No
había sido capaz. Me he ganado la vida trabajando de cajero en el abasto de mi
barrio. Me dan descuentos en comida y alojamiento económico en uno de los pisos superiores del
edificio.
Se preguntarán qué me ha hecho escribir esta historia hoy. Y
es que estoy casi seguro, de que esta mañana he visto mis ojos color miel
sentados en el banquito frente al abasto. Viéndome fijamente. Escribiendo en un
block. Podría jurar que era ella, pero cuando por fin pude salir a confirmarlo
ya había desaparecido.
Quizás ahora nuestras vidas se han invertido. Quizás ahora
es ella quién escribe de nosotros y quién me observa a lo lejos para sentirse parte
de un mundo que suple la inercia del real.
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Victoria B.
Los escritores están marcados por una sensibilidad especial, necesitan vivir las cosas con pasión y sus vivencias les empujan a dejar parte de su alma sobre las letras, un escritor sin inspiración no es nada.
ResponderEliminarEsperemos que la historia se haya invertido, pero que también este escritor vuelva sobre sus letras movido por esos ojos color miel.